


En el siglo XVII, la colección real de Felipe IV se benefició enormemente de la almoneda de Carlos I de Inglaterra


En los próximos meses habrá exposiciones dedicadas a Fra Angelico, Velázquez, Rembrandt, Vermeer o Sofonisba Anguissola

Es la primera institución cultural española, nuestro buque insignia, el imán para miles y miles de turistas que visitan la capital de España. Es el Museo del Prado, el que más obras guarda del que tal vez es el mejor pintor de todos los tiempos, Velázquez. Este año cumple 200 de vida el que uno de sus directores, Alfonso Pérez Sánchez, antes de serlo consideró “el poso mejor que ha decantado nuestra historia”. Varias exposiciones están ya celebrándolo.
El de Pérez Sánchez es solo uno de los infinitos elogios que ha provocado el Prado. Manuel Azaña, en una tesitura especialmente amarga, cuando los cuadros del Prado se apilaban en un sótano debajo de donde se encontraba el gobierno republicano a punto de emprender el camino del exilio, dijo que aquellas obras maestras eran más importantes que la República y la monarquía juntas. Este “sin par museo” (Eugenio d’Ors), que cumple ahora sus 200 años, fue creado –paradojas de la historia– en uno de los reinados más oscuros sufridos por los españoles, el de Fernando VII, aunque parece que la idea y el impulso hay que atribuírselos y agradecérselos sobre todo a su mujer, Isabel de Braganza. Y tampoco cabe olvidar el propósito de crearlo –que, por los avatares del momento, no llegó a cuajar– que tuvo su antecesor, el breve y quizá incomprendido José I Bonaparte.
Aquel fue el big bang del Museo del Prado, pero sus cuadros venían, claro, de antes. De modo que, si seguimos echando la mirada atrás, no podemos olvidarnos de la labor coleccionista de Carlos I –que recibió en herencia, igual que tantos títulos y posesiones, numerosos cuadros de sus padres y abuelos–; del buen criterio de su hijo, Felipe II, que no dejó que se dispersara aquella colección de unas 600 obras, a las que añadió otras por su cuenta, especialmente de venecianos (Tiziano) y flamencos; de la poco recordada labor de Felipe III en el Palacio de El Pardo; del salto cualitativo que dan las colecciones reales con la pasión casi enfermiza de Felipe IV, que, además de contar con el asesoramiento de Velázquez, se encontró con la afortunada coyuntura de la almoneda de Carlos I de Inglaterra, lo más parecido al paraíso del coleccionista que han visto los siglos y que merece todo un capítulo en la prehistoria del Prado. En síntesis: cuando la revolución acabó con la vida del monarca inglés en 1649, este y los aristócratas que imitaban su modo de actuar dejaron una valiosísima colección de pintura (solo la del rey superaba las 1.500 obras) que fue a parar a manos del nuevo poder revolucionario. Sus representantes, entre la necesidad de dinero y el rechazo a lo que, para ellos, representaba los vicios de la monarquía, corrieron a deshacerse de los cuadros. Allí acudieron los agentes de los reyes europeos y, en lugar destacado, los de nuestro Felipe IV, sin duda el gran beneficiado de aquel paraíso del coleccionista (abundante oferta y prisa por vender) con obras de Rubens, Van Dyck, Tiziano, Tintoretto, Rafael, Durero, Veronés…
Posteriormente, sendos incendios en El Escorial (1671) y en el Alcázar de Madrid (1734), sedes, junto con El Pardo, de las colecciones reales, hicieron que estas se redujeran. Volvió a engrosarlas Carlos III, y Carlos IV tuvo la suerte de contar con otro genio, Goya, igual que Felipe IV contó con Velázquez.
El Prado, en fin, abrió sus puertas como Real Museo de Pintura y Escultura el 19 de noviembre de 1819. En 1868, con la salida de Isabel II, y aunque España seguía siendo una monarquía (pronto llegaría Amadeo de Saboya), pasó a denominarse Museo Nacional de Pintura y Escultura. Durante el siglo XIX, el papel del Prado –como de los museos de arte en general– era distinto al que tiene hoy. Más que al arte, estaba ligado a la política (a la consolidación de la monarquía y el Estado liberal) de un lado, y al ocio popular, de otro. Una peculiar historia del museo en sus primeros 120 años de vida se encuentra en el reciente trabajo de la historiadora cultural Eugenia Afinoguénova, El Prado. La cultura y el ocio (1819-1939).
Con el tiempo, fue aumentando su colección. Y fue aumentando exponencialmente el número de sus visitantes. En los años ochenta del siglo XX, los españoles no solo empezaron a acudir en masa, sino que, con ocasión de ciertas exposiciones especialmente llamativas, formaban colas interminables para ver lo que podían contemplar con más tranquilidad en cualquier otro momento. El Prado ha crecido también físicamente. La mayor ampliación de su historia ha sido, ya en el siglo XXI, la que ha prolongado sus salas hacia el claustro de los Jerónimos, llevada a cabo por Rafael Moneo.
Más grande, más funcional, juvenil a sus 200 años, el Prado sigue ofreciendo sus tesoros al visitante: las diablerías del Bosco, el misterio de Las meninas, el misticismo del Greco, la delicadeza de Murillo, el esplendor y el colorido de los venecianos, el realismo inmisericorde de La familia de Carlos IV, con esos reyes que a Renoir le parecieron un tabernero y una mesonera.
Recién clausurada la muestra “Museo del Prado 1819-2019. Un lugar de memoria”, que ha querido ser una reflexión sobre su propia historia, ligada a la de España, y poniendo el acento en cuestiones como la conciencia patrimonial, la relación con la sociedad o su influencia en los artistas de estos dos siglos, el Prado sigue ofreciendo exposiciones conmemorativas de su creación. El 28 de mayo se inaugura “Fra Angelico y los inicios del Renacimiento en Florencia”, en la que se podrán ver dos obras de este artista recientemente adquiridas por el museo. El 25 de junio, “Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines en España y Holanda”, que, a la vez que indaga en las afinidades entre ambas tradiciones, permitirá ver en el Prado la obra de una de sus grandes ausencias: Vermeer. En octubre comienza otra exposición dedicada a dos pintoras que vivieron entre los siglos XVI y XVII, Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana, reivindicadas en los últimos años por los investigadores; y el día en que se cumple el bicentenario, el 19 de noviembre, empieza otra dedicada a los dibujos de Goya.
En el siglo XVII, la colección real de Felipe IV se benefició enormemente de la almoneda de Carlos I de Inglaterra
En los próximos meses habrá exposiciones dedicadas a Fra Angelico, Velázquez, Rembrandt, Vermeer o Sofonisba Anguissola